Mucha gente me pregunta por mi familia, cómo somos, qué hacemos, qué nos gusta, cómo nos divertimos; y siempre respondo que somos una familia muy unida, divertida, honesta y sobre todo muy extraña. En nuestras reuniones no es necesario tener alcohol para matarnos de risa, no necesitamos grandes celebraciones para pasarla bien, algunos bailan otros aplauden pero todos comemos y mucho. Nos abrazamos mucho. Tenemos nuestros dichos, nuestras reglas y nuestros juegos siempre reunidos en la mesa, después de contar chistes, de ponernos apodos, de burlarnos de nosotros; siempre al final llega el momento, porque es es nuestra costumbre, porque es nuestra tradición. Alguien, debe mencionarlo.
Cuando visitamos a mi abuela a veces nos cuenta sobre el papá de mi mamá, un italiano que era mucho mayor que ella y llegaron a casarse por cosas de la vida. Era dueño de una heladería y una fábrica de gaseosas. Era alto, blanco y de cabello castaño. Nos contaba que mi mamá se sentaba de chiquita en su silla y comía los helados que hacía el abuelo siciliano; para él, ella era su adoración, era su princesa. Mi mamá casi no lo recuerda pero siempre ha tenido esa insignia italiana con ella y en nuestra familia a pesar que nadie ha sacado ciudadanía y mucho menos hablamos italiano. Pero ¿Saben qué tenemos los italianos y nosotros en común?
Cuando mi hermano cuenta el último chiste y todos nos reímos a carcajadas alguien dice "el otro día estaba haciendo zapping y estaban dando El Padrino" oración suficiente para que yo diga Bonasera, Bonasera, no me ofreces tu amistad, vienes aquí y me pides justicia pero no me respetas... en el día de la boda de mi hija. Luego mi padre hará una pregunta y todos pelearemos por responder, recordaremos cada maravillosa frase, cada nombre de los personajes, cada momento... y mágicamente las diferencias entre él y yo desaparecen y de pronto siento que él está orgulloso de mí porque sé cada diálogo, cada personaje, cada momento. Porque tenemos algo en común y podemos compartirlo, porque es algo nuestro. Porque si tuviera que hacer la comparación no me sentiría Connie, me sentiría Michael.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que la vi o cuántas veces la he visto. Hemos comprado la versión bamba, luego la descargamos, luego compramos la trilogía original y la seguimos viendo aunque los discos estén rayados. Somos los más insoportables cuando la vemos porque siempre decimos Paramount Pictures Presents y nos brillan los ojos de emoción como si fuera la primera vez que la vemos. Es una obra maestra, la mejor película de mi vida y de la vida de muchos, que va más allá de una historia de mafia, de muertes, de justicia y respeto; es una historia sobre la familia, la unión y la fidelidad.
Hoy emocionados nos fuimos con mi madre al cine a celebrar los 40 años de esta maravilla cinematográfica. La miramos anonadados, extasiados y sin importarnos que hubiera gente nombramos cada nombre, cada movimiento, cada frase famosa, de memoria y con el corazón. Lloramos con cada muerte, nos tomamos de la mano y a pesar de saber cada escena esperábamos ansiosos sus llegadas y nos angustiaban sus finales. Guardamos respeto al retirarnos en silencio de la sala y en el auto simplemente pensamos en que fue un momento glorioso. Siempre pienso que bailaremos igual cuando yo me case; que esperará a que estemos todos para tomarnos la foto y luego me pedirá que baile con él y se le verá tan distinguido entre la multitud.
Sin duda alguna, él es el gran Don Corleone, cabeza de la familia, respetado, honorable, inteligente y protector que se desarma frente a sus hijos y más aun frente a sus nietos. Que trabaja sin cansancio por dar lo mejor a su familia, por darles comodidad, educación y una fuerte base familiar. Claro, del único "trabajito" que él se encarga es de poner chorizos a la parrilla y mandarnos a nuestro cuarto si nos portamos mal, pero él es y yo soy, o me siento, al menos cuando estamos juntos, Michael... su Michael Corleone.