Lo primero que hice fue abrir Google Maps y buscar: La Merced. Luego calculé el tiempo que nos íbamos a demorar en llegar a la comunidad, revisé la página web de la compañía de transportes y procedí a la lista: zapatillas, repelente, gorra, cámara, caramelos de limón, linterna y pastillas para la alergia. Estaba muy nerviosa y continuamente llamaba a mi compañera de viaje para preguntarle si ella tenía todo listo, si a mí me faltaba algo. La selva nos esperaba.
Llegué
a la estación con 3 cajas pesadas llenas de útiles escolares, con lluvia,
cansancio y ansiedad. No siempre la paso bien cuando tengo que cruzar los 4,818
metros de altura de Ticlio, no había podido dormir la noche anterior pensando
en eso, pensando en las cosas raras que seguro me darían de comer y que
obviamente debía aceptar. Pensando en el propósito de nuestro viaje, en que no
sólo llevábamos útiles, no sólo llevaba repelente, pastillas y caramelos de
limón; llevaba ilusión, alegría, educación y progreso empaquetados alfabéticamente
en 3 cajas embaladas con mi nombre.
Una
vez en el bus, mientras todos dormían y yo golpeaba mi mp3 para que funcione y
no morir de aburrimiento las 9 horas de viaje pensé en el inicio de todo. Esa
tarde cuando la profesora llegó y nos dijo que nuestro examen parcial era
realizar una campaña de responsabilidad social para los niños de la Comunidad
Ashaninka San Miguel, en Marankiari. Eran 48 los niños de 3 a 14 años a
quienes ayudaríamos y que, a pesar de todas las necesidades que tienen en la
vida, sólo quieren una cosa: estudiar. Es difícil llevar a cabo una campaña
así, sobre todo cuando es un trabajo de todo el salón de clase donde, debo
mencionar, yo no conocía a nadie.
Tenía
muchas ganas de llegar y conocer a Jayki, él es el Presidente Ejecutivo de
Ecomundo, organización conformada por los mismos jóvenes asháninkas para
promover el turismo en sus comunidades. La comunidad de San Miguel es la más
organizada y sirve como modelo a otras comunidades, pues ya está comprobado que
su manera de proceder trae beneficios para todas las familias partícipes. Yo
me contacté con Jayki al inicio de nuestra campaña, cuando nos dieron el nombre
pero no teníamos dato alguno y era necesario que la página web sea lanzada para
empezar a promocionarla. Me metí horas en el bosque curioso de Google y llegué
a su número de celular. Sin conocerlo, sin conocerme, llegamos a un
entendimiento que fue más allá del saludo cordial, fue un intercambio de
teléfonos, emails y facebooks dándome todos los datos que necesitaba. Sobre
todo recuerdo cuando me aclaró el nombre del distrito: Marankiari señorita,
Marankiari, con M, con M de masato. Eran 72 familias, y sólo 24 eran participantes
y eran esas 24 familias, quienes nos esperaban.
Russell
nos esperaba con la camioneta en La Merced. Un jovencito muy risueño de 21
años que nos recibió con un abrazo y con mucho sueño, pues nos estuvo esperando
desde las 6 de la mañana y llegamos pasadas las 9. Tuvimos que viajar otros
45 minutos para poder llegar a Marankiari y creo que nunca me había maravillado
tanto con el paisaje; las nubes tan blancas resaltando en el cielo tan celeste,
era imposible no emocionarse, no quedarse sin palabras. En silencio, el sonido
de nuestras cámaras de fotos reinaba y el color verde de los montes reventaba
en las pantallas. ¿Cómo es que hay lugares así en nuestro país y nosotros
pagamos cientos de dólares por ir a otros países? Por algo estamos aquí, por
algo nos eligieron.
A
medida que íbamos avanzando me daba cuenta que cada vez estábamos más arriba,
literalmente la camioneta subía el monte entre angostos caminos rodeados de
vegetación. En ese momento yo pensaba que llegaríamos a la comunidad,
entregaríamos las donaciones y luego, calabaza calabaza al hotel a bañarnos,
descansar y luego a comer en el restaurante. Pero no era así. Bajamos de la
camioneta y dos amigos vestidos con cushmas nos dieron la bienvenida y nos
invitaron a subir al monte hacia la casa de reuniones. De inmediato me di
cuenta que mi físico de rellenita no me ayudaría en este viaje, pero tenía que
ponerle buena cara a la situación, no podía ser descortés.
Luego
de la ceremonia de bienvenida nos instalamos en nuestro cuarto, dentro de la
misma comunidad en la punta del monte y luego bajamos a la casa de Ana y
Teófilo para tomar desayuno. Ellos eran la familia designada a atendernos
durante nuestra visita. Nos sirvieron un rico pescado de río frito con yuca y
té de hierbaluisa bien caliente para reponernos del viaje. Me contaba Teófilo que
cada vez que va un turista es una familia diferente la que los atiende, de esa
manera todos se benefician y respetan siempre el orden. Ellos se encargan del
alimento y el hospedaje si es que el turista no quiere quedarse en la cabaña
del monte. Me enseñó un cuaderno donde llevan registro de todos los visitantes
y me pidió mi teléfono, le prometí que cuando venga a Lima lo llevaría a comer
pollo a la brasa. También me contaba que no reciben ayuda del Gobierno, ni
siquiera de las autoridades de su provincia, que las personas en la ciudad se
burlaban de ellos por estar vestidos con cushmas, ahí van los indígenas les
dicen.
Han
tenido que organizarse entre ellos, ver la forma de mejorar la infraestructura
de su comunidad para poder recibir turistas y ofrecerles una experiencia única
Asháninka pero a la vez, ofrecerles las comodidades que necesitan; agua,
desagüe, electricidad. Mientras me contaba eso y yo me chupaba los dedos
comiendo mi pescado frito nunca lo vi entristecerse, al contrario, lo veía
contento porque estábamos ahí, porque lo escuchábamos, porque comíamos en su
casa, en su mesa, en sus platos.
Pasadas
unas horas fuimos a la sala común y abrimos las cajas, contamos todos los útiles
mientras veíamos las caras de emoción de todos los niños. Nunca vi a alguien
abrazar con tanta felicidad una caja de témperas, una lonchera, un cuaderno.
Todo el malestar de la campaña, de la organización, las amanecidas, las
peleas, todo eso se fue al olvido con esas caritas, con esas ilusiones.
Una
vez que se fueron todos, me quedé sentada en la mesa con Norma, representante
de los padres de familia, mamá de Gladys y de Marcos. Señorita, ¿tú sabes hacer
animales con globos? –No- le dije y pregunté a qué se debía la pregunta. Me
contó que le gustaba aprender cosas nuevas que incentiven la creatividad de los
niños, cosas que veía en la tele y que pudieran darle un poquito de alegría. ¿Qué
necesitas Norma? Agachó la cabeza y agarrándome la mano me pidió medicinas,
herramientas para hacer mejor las manualidades y poder vender más cosas a los
turistas, me pidió tiempo, tiempo para volver y enseñarle a los niños inglés,
enseñarles a escribir, a leer, a sumar. ¿Quién te pide tiempo en esta época?
Cómo decirle que no si me lo pide con el corazón de madre y también con el
compromiso a su comunidad.
Jayki
llegó con Nacho, otro joven que me llevó al bosque a enseñarme cómo hacer una
choza para poder cazar animales. No creo que para mí sea vital saber cómo se
caza un animal, pero lo que sí fue vital fue nuestra conversación. Nacho tiene
23 años y está ahorrando para poder ir a la universidad a estudiar ciencia
forestal. Es el cuarto de seis hermanos y sabe que después de darle educación
a los tres primeros es más difícil que sus padres puedan darle educación.
Además, él piensa en los más pequeños que tendrán menos oportunidades que él,
por eso quiere estudiar, para encargarse él de la familia. Y uno aquí, con
todas las comodidades reclamando por qué papá no nos presta la camioneta el
fin de semana para salir a almorzar con las amigas.
De
vuelta a la comunidad y llegada la hora de despedirnos, Jayki me abraza fuerte
y me agradece todo lo que hemos hecho por ellos. Me pinta la cara de rojo con
achiote y me regala un tzarato, un collar y una pulsera hechos por Norma que me
mira con cara de tristeza. Abrazo fuerte a Ana y a Teófilo agradeciéndoles
todo lo que ellos me enseñaron y prometiendo que volvería pronto.
Siento
mucha pena de dejarlos, pero al voltear siento que todos se ríen de mí a escondidas.
Nacho, con su cara de travieso, me dice que la estrella que me pinté en el
brazo con el jugo transparente del huito se pondrá color azul en unas horas y
que, no sólo con eso, me durará cerca de dos semanas el tinte. ¡Menos mal que
no te pintaste la cara Fátima! Me olvidé de todo y solté una carcajada, me
habían hecho la trampa y a sabiendas me dejaron pintarme el brazo; llegaría a
Lima con una mancha –que yo sigo afirmando tenía forma de estrella- gigante en
el brazo. La mancha de la travesura.
Y
así, subiendo al mototaxi y despidiéndome de todos los niños empezó la bajada
del monte hacía la civilización. Entre los arbustos, el travieso Nacho nos
miraba con una sonrisa de nostalgia, como si se despidiera de los amigos de la
vida, de los amigos de años, de la familia. Y cargando mi saco de paltas,
mandarinas, plátanos y mucho café famoso de Chanchamayo, mirando por el espejo
me despedí de ellos. Me despedí de la comunidad, de los amigos, de los niños
juguetones, de Teófilo, de Ana, de Jayki y de Norma. Me despedí de mi
familia. Mi viaje no fue sólo un examen parcial, no fue sólo una nota; fue una
clase privada de cómo ser humano.
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