viernes, 6 de julio de 2012

Marankiari: con M de Masato




Lo primero que hice fue abrir Google Maps y bus­car: La Merced. Luego calculé el tiempo que nos íbamos a demorar en llegar a la comunidad, revisé la página web de la compañía de trans­portes y procedí a la lista: zapa­tillas, repelente, gorra, cámara, caramelos de limón, linterna y pastillas para la alergia. Estaba muy nerviosa y continuamen­te llamaba a mi compañera de viaje para preguntarle si ella te­nía todo listo, si a mí me faltaba algo. La selva nos esperaba.

Llegué a la estación con 3 ca­jas pesadas llenas de útiles es­colares, con lluvia, cansancio y ansiedad. No siempre la paso bien cuando tengo que cruzar los 4,818 metros de altura de Ticlio, no había podido dormir la noche anterior pensando en eso, pensando en las cosas ra­ras que seguro me darían de comer y que obviamente debía aceptar. Pensando en el propó­sito de nuestro viaje, en que no sólo llevábamos útiles, no sólo llevaba repelente, pastillas y caramelos de limón; llevaba ilu­sión, alegría, educación y pro­greso empaquetados alfabéti­camente en 3 cajas embaladas con mi nombre.

Una vez en el bus, mientras todos dormían y yo golpeaba mi mp3 para que funcione y no morir de aburrimiento las 9 ho­ras de viaje pensé en el inicio de todo. Esa tarde cuando la profe­sora llegó y nos dijo que nues­tro examen parcial era realizar una campaña de responsabili­dad social para los niños de la Comunidad Ashaninka San Mi­guel, en Marankiari. Eran 48 los niños de 3 a 14 años a quienes ayudaríamos y que, a pesar de todas las necesidades que tie­nen en la vida, sólo quieren una cosa: estudiar. Es difícil llevar a cabo una campaña así, sobre todo cuando es un trabajo de todo el salón de clase donde, debo mencionar, yo no conocía a nadie.

Tenía muchas ganas de llegar y conocer a Jayki, él es el Pre­sidente Ejecutivo de Ecomun­do, organización conformada por los mismos jóvenes ashá­ninkas para promover el turis­mo en sus comunidades. La comunidad de San Miguel es la más organizada y sirve como modelo a otras comunidades, pues ya está comprobado que su manera de proceder trae beneficios para todas las fami­lias partícipes. Yo me contacté con Jayki al inicio de nuestra campaña, cuando nos dieron el nombre pero no teníamos dato alguno y era necesario que la página web sea lanzada para empezar a promocionarla. Me metí horas en el bosque curio­so de Google y llegué a su nú­mero de celular. Sin conocerlo, sin conocerme, llegamos a un entendimiento que fue más allá del saludo cordial, fue un inter­cambio de teléfonos, emails y facebooks dándome todos los datos que necesitaba. Sobre todo recuerdo cuando me acla­ró el nombre del distrito: Maran­kiari señorita, Marankiari, con M, con M de masato. Eran 72 familias, y sólo 24 eran partici­pantes y eran esas 24 familias, quienes nos esperaban.

Russell nos esperaba con la camioneta en La Merced. Un jo­vencito muy risueño de 21 años que nos recibió con un abrazo y con mucho sueño, pues nos estuvo esperando desde las 6 de la mañana y llegamos pa­sadas las 9. Tuvimos que via­jar otros 45 minutos para poder llegar a Marankiari y creo que nunca me había maravillado tanto con el paisaje; las nubes tan blancas resaltando en el cielo tan celeste, era imposible no emocionarse, no quedarse sin palabras. En silencio, el so­nido de nuestras cámaras de fotos reinaba y el color verde de los montes reventaba en las pantallas. ¿Cómo es que hay lugares así en nuestro país y nosotros pagamos cientos de dólares por ir a otros países? Por algo estamos aquí, por algo nos eligieron.

A medida que íbamos avanzan­do me daba cuenta que cada vez estábamos más arriba, lite­ralmente la camioneta subía el monte entre angostos caminos rodeados de vegetación. En ese momento yo pensaba que llegaríamos a la comunidad, entregaríamos las donaciones y luego, calabaza calabaza al hotel a bañarnos, descansar y luego a comer en el restauran­te. Pero no era así. Bajamos de la camioneta y dos amigos ves­tidos con cushmas nos dieron la bienvenida y nos invitaron a subir al monte hacia la casa de reuniones. De inmediato me di cuenta que mi físico de rellenita no me ayudaría en este viaje, pero tenía que ponerle buena cara a la situación, no podía ser descortés.

Luego de la ceremonia de bien­venida nos instalamos en nues­tro cuarto, dentro de la misma comunidad en la punta del mon­te y luego bajamos a la casa de Ana y Teófilo para tomar desa­yuno. Ellos eran la familia de­signada a atendernos durante nuestra visita. Nos sirvieron un rico pescado de río frito con yuca y té de hierbaluisa bien caliente para reponernos del viaje. Me contaba Teófilo que cada vez que va un turista es una familia diferente la que los atiende, de esa manera todos se benefician y respetan siem­pre el orden. Ellos se encargan del alimento y el hospedaje si es que el turista no quiere que­darse en la cabaña del monte. Me enseñó un cuaderno donde llevan registro de todos los vi­sitantes y me pidió mi teléfono, le prometí que cuando venga a Lima lo llevaría a comer pollo a la brasa. También me contaba que no reciben ayuda del Go­bierno, ni siquiera de las autori­dades de su provincia, que las personas en la ciudad se burla­ban de ellos por estar vestidos con cushmas, ahí van los indí­genas les dicen.

Han tenido que organizarse en­tre ellos, ver la forma de mejorar la infraestructura de su comuni­dad para poder recibir turistas y ofrecerles una experiencia única Asháninka pero a la vez, ofrecerles las comodidades que necesitan; agua, desagüe, electricidad. Mientras me con­taba eso y yo me chupaba los dedos comiendo mi pescado frito nunca lo vi entristecerse, al contrario, lo veía contento por­que estábamos ahí, porque lo escuchábamos, porque comía­mos en su casa, en su mesa, en sus platos.

Pasadas unas horas fuimos a la sala común y abrimos las cajas, contamos todos los úti­les mientras veíamos las caras de emoción de todos los niños. Nunca vi a alguien abrazar con tanta felicidad una caja de tém­peras, una lonchera, un cuader­no. Todo el malestar de la cam­paña, de la organización, las amanecidas, las peleas, todo eso se fue al olvido con esas caritas, con esas ilusiones.

Una vez que se fueron todos, me quedé sentada en la mesa con Norma, representante de los padres de familia, mamá de Gladys y de Marcos. Señorita, ¿tú sabes hacer animales con globos? –No- le dije y pregunté a qué se debía la pregunta. Me contó que le gustaba aprender cosas nuevas que incentiven la creatividad de los niños, cosas que veía en la tele y que pudie­ran darle un poquito de alegría. ¿Qué necesitas Norma? Aga­chó la cabeza y agarrándome la mano me pidió medicinas, herramientas para hacer mejor las manualidades y poder ven­der más cosas a los turistas, me pidió tiempo, tiempo para volver y enseñarle a los niños inglés, enseñarles a escribir, a leer, a sumar. ¿Quién te pide tiempo en esta época? Cómo decirle que no si me lo pide con el corazón de madre y también con el compromiso a su comu­nidad.

Jayki llegó con Nacho, otro jo­ven que me llevó al bosque a enseñarme cómo hacer una choza para poder cazar anima­les. No creo que para mí sea vi­tal saber cómo se caza un ani­mal, pero lo que sí fue vital fue nuestra conversación. Nacho tiene 23 años y está ahorran­do para poder ir a la universi­dad a estudiar ciencia forestal. Es el cuarto de seis hermanos y sabe que después de dar­le educación a los tres prime­ros es más difícil que sus pa­dres puedan darle educación. Además, él piensa en los más pequeños que tendrán menos oportunidades que él, por eso quiere estudiar, para encargar­se él de la familia. Y uno aquí, con todas las comodidades re­clamando por qué papá no nos presta la camioneta el fin de se­mana para salir a almorzar con las amigas.

De vuelta a la comunidad y lle­gada la hora de despedirnos, Jayki me abraza fuerte y me agradece todo lo que hemos hecho por ellos. Me pinta la cara de rojo con achiote y me regala un tzarato, un collar y una pulsera hechos por Norma que me mira con cara de tris­teza. Abrazo fuerte a Ana y a Teófilo agradeciéndoles todo lo que ellos me enseñaron y pro­metiendo que volvería pronto.

Siento mucha pena de dejar­los, pero al voltear siento que todos se ríen de mí a escon­didas. Nacho, con su cara de travieso, me dice que la estrella que me pinté en el brazo con el jugo transparente del huito se pondrá color azul en unas horas y que, no sólo con eso, me durará cerca de dos sema­nas el tinte. ¡Menos mal que no te pintaste la cara Fátima! Me olvidé de todo y solté una carcajada, me habían hecho la trampa y a sabiendas me deja­ron pintarme el brazo; llegaría a Lima con una mancha –que yo sigo afirmando tenía forma de estrella- gigante en el brazo. La mancha de la travesura.

Y así, subiendo al mototaxi y despidiéndome de todos los ni­ños empezó la bajada del mon­te hacía la civilización. Entre los arbustos, el travieso Nacho nos miraba con una sonrisa de nos­talgia, como si se despidiera de los amigos de la vida, de los amigos de años, de la familia. Y cargando mi saco de paltas, mandarinas, plátanos y mucho café famoso de Chanchamayo, mirando por el espejo me des­pedí de ellos. Me despedí de la comunidad, de los amigos, de los niños ju­guetones, de Teófilo, de Ana, de Jayki y de Norma. Me des­pedí de mi familia. Mi viaje no fue sólo un examen parcial, no fue sólo una nota; fue una clase privada de cómo ser humano.


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